Manuel Lucena Giraldo | 22 de septiembre de 2021
Los valientes jóvenes cubanos que salieron a la calle para protestar contra el hambre, la falta de expectativas y el militarismo comunista que los mantiene en la esclavitud sin remisión, desaparecieron súbitamente de «las noticias».
Hay que ser muy veterano para recordar los primeros doblajes del inglés al español de la recién nacida televisión, allá por los años cincuenta. Las voces traducidas hablaban en español con acento cubano porque, a fin de cuentas, La Habana era entonces una Nueva York hispana, un remoto antecedente de lo que representa la actual Miami. En materia audiovisual, en España, donde TVE se puso en marcha en 1956, apenas había aparatos receptores y la señal televisiva no pasaba de la esquina del chalet del madrileño Paseo de la Habana en el cual el ministro Gabriel Arias Salgado puso en marcha las emisiones, una vez bendecidos los modestos estudios en honor de Santa Clara, patrona (muy necesaria) del nuevo medio de comunicación.
La industria audiovisual cubana de la década de los cincuenta, precastrista, estaba, nunca mejor dicho, «a años luz» de la que acababa de nacer aquí. Seguía el ritmo y proyecciones de la que se hacía en Estados Unidos y utilizaba una versión de nuestro idioma bien vocalizada, que al otro lado del Atlántico sonaba -y sigue sonando- un poco brava, un español del Caribe que, eso era lo importante, todos entendían. Cuba era todavía, para el resto de los hispanoamericanos, un paraíso que remitía a Hollywood, deseable y deseado. Dicho en palabras de Ernest Hemingway, que las repetía cada vez que le venían bien para irse a beber a otra parte desde su hogar habanero, se trataba «del sitio en el que hay que estar ahora».
Al comienzo de este largo y cálido verano que termina, donde había que estar era en Cuba. En julio vivieron allí un instante de esperanza. Los valientes jóvenes cubanos que salieron a la calle para protestar contra el hambre, la falta de expectativas y el militarismo comunista que los mantiene en la esclavitud sin remisión, desaparecieron súbitamente de «las noticias». Habían aparecido -se colaron- brevemente con entereza y pundonor, mas fuera de encuadre para los poderes culturales y mediáticos globales. ¿Quién los recuerda ya? Mencionó Miguel Henrique Otero, el gran editor venezolano de El Nacional de Caracas e ilustre exiliado, que los matones del régimen postcastrista, tipos bien remunerados, gente que come bien, se distinguían en las contramanifestaciones organizadas por El Régimen porque usaban «zapatillas Nike negras con detalles blancos». A los opositores, otra vez los «evaporaron».
Ciertamente, la ¿salida, huida o cambio de planes? de la Administración Biden y los estadounidenses en relación con Afganistán, que algunos comparan de modo apresurado con la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453 y con ella el final del imperio romano, fue la noticia del verano. Al modo de esas «serpientes» que inventaban los viejos periodistas cuando no había que contar y tenían que justificar de alguna manera la nómina de agosto, «lo de Afganistán» se lo tragó todo. Poco se podía hacer contra la catarata de imágenes, desde todos los ángulos y a todas horas, que mostraban lo que pasaba en Kabul: «Está pasando, lo estás viendo». La cobertura mediática, abrumadora, arrinconó lo que pasaba en Cuba y en muchos otros lugares.
En realidad, la antigua Perla de las Antillas siempre ha tenido una imagen desenfocada. Desde las postales de los ingenios azucareros con máquinas de vapor (las primeras en territorio español, como el primer ferrocarril y el primer teléfono), la imagen de Cuba ha sido objeto de distorsión, propia y ajena. Dueña de su destino y moderna de verdad, fue solo en el transcurso del largo siglo XIX que concluyó el 1 de enero de 1959, con la llegada de Fidel Castro al poder. Primero y fugazmente en modo nacionalista, de inmediato bajo el disfraz perenne de caudillo estalinista. La distorsión cubana, contra lo que piensan algunos, salpicó a los soviéticos de modo directo.
En 1964 fue estrenado el documental Soy Cuba, del maestro Mijaíl Kalatózov. Fue un desastre propagandístico y una obra de arte. Con 141 minutos de duración, pretendió en la estela del Acorazado Potemkin y su escuela, mostrar al mundo lo maligna que era la vida en la Cuba de los cincuenta, la justicia de la revolución y, de manera elíptica, el fantástico futuro que la aguardaba como parte del imperio soviético. Mientras la isla era saqueada de cuanta riqueza pudiera pagar la «protección del imperialismo yanqui», Kalatózov y su equipo formado por soviéticos y cubanos iba y venía para acabar tejiendo una película-documental basada en cuatro historias cortas. La primera pretende mostrar las masas indigentes en contraste con el esplendor de los casinos para estadounidenses y la prostitución en La Habana. Resulta chocante, en la medida en que Kalatózov y su cámara exhiben lo que critican con un detenimiento que raya en el exhibicionismo. Qué hoteles, qué piscinas, qué edificios. Ah, eso era lo malo. La historia siguiente narra la quema de un campo de caña de azúcar cuando el campesino descubre que va a perder su tierra en favor de la United Fruit Company. La tercera, prodigio de innovaciones técnicas, con planos largos y perspectivas cambiantes, describe la represión de estudiantes rebeldes en la Universidad de La Habana. La parte final muestra granjeros que ayudan a los guerrilleros rebeldes en Sierra Maestra y termina en marcha triunfal para proclamar el triunfo de la Revolución.
Cuando se estrenó, Kalatósov fue criticado en La Habana por mostrar estereotipos decadentes. En Moscú, el mismo año que cayó el «blando» Nikita Jruschov para dar paso al «duro» Leonid Brézhnev, no les pareció suficientemente revolucionaria. Cayó en el ostracismo. En la película, una narradora susurra: «Soy Cuba, la Cuba de los casinos, pero también de la gente». De aquellos casinos solo quedan las ruinas. Los cubanos siguen, sesenta años después, en la calle.
Afganistán es la prueba evidente de que el refrán «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra» no ha perdido vigencia y de que el estudio de la Historia tampoco.
Hispanoamérica son los americanos herederos de la tradición española, mientras que latinoamericanos son los herederos de la tradición latina, es decir, los pueblos que hablan lenguas derivadas del latín.